Artes de México

REVISTA ARTES DE MÉXICO | “Códice Florentino”, encuentro de dos civilizaciones

06/01/2018 - 12:03 am

Durante mis trabajos de campo en las comunidades de origen nahua de los Altos de Morelos y el Sur de Jalisco, me encontré con gente que me hablaba de ciertos personajes que vivían en los cerros como sus guardianes. Sus funciones incluían el mantenimiento de la humedad interna del monte, el cuidado de los bosques y los ojos de agua, y la custodia de las entradas al inframundo de los ancestros. Se describía a estos personajes como enanitos con cara de niños traviesos.

Por Guillermo de la Peña, CIESAS-Occidente

Ciudad de México, 6 de enero (SinEmbargo).- En el Sur de Jalisco los llamaban duendes o ruendes y podían causar, si estaban de mal humor, o nomás por travesura, enduendamientos que enfermaban a niños y ancianos y trastornaban a los borrachos. También adoptaban la forma de aires malignos. Para evitar sus daños, era necesario rendirles ofrendas, por ejemplo, colocando bebidas alcohólicas o comida junto a las lagunillas y los manantiales. En Morelos me contaban que, en el pasado remoto, incluso llegaban a exigir el sacrificio de niños, al borde de las fuentes, para que el agua no dejara de brotar.

En el panteón prehispánico del mundo nahua, estos personajes eran conocidos con el nombre genérico de tlaloques, compañeros del dios Tláloc, o con los nombres más específicos de ahuaques o chaneques. Así aparecen en la Historia General de las Cosas de Nueva España, de Fray Bernardino de Sahagún, y en otros escritos de la temprana época colonial; por ejemplo, en el inventario de creencias y prácticas paganas que recopiló Hernando Ruiz de Alarcón y en el Confesionario de Bartolomé de Alva Ixtlixóchitl. Lo sorprendente es que se continúe hablando de estos duendes traviesos –y aceptando su existencia– en forma semejante a las descripciones del siglo XVI y XVII, tanto en Morelos y Jalisco como en otras regiones. En la Sierra de Texcoco se les sigue nombrando ahuaques. Y es también interesante que su culto se inserte sin mayor problema en el calendario del catolicismo popular: en los Altos de Morelos se llevan ofrendas a los montes en la fiesta de San Juan Bautista, el santo que asegura la lluvia y que tal vez sea un trasunto de Tláloc; en el Sur de Jalisco se pide permiso a los duendes para recoger el heno con que se confeccionan los trajes de los danzantes paixtles que participan en las fiestas navideñas.

Me he permitido hacer estas referencias a mis trabajos etnográficos de hace ya años, porque el libro de Diana Magaloni me ha reavivado la fascinación por la obra de Sahagún, que nos ilumina acerca del surgimiento de una nueva civilización en la que se encuentran, dialogan y conviven las cosmovisiones europeas y mesoamericanas. Este diálogo continúa vigente y se reproduce en nuestros pueblos indígenas, tanto en las zonas urbanas como en las rurales. La persistencia de los tlaloques en la vida cotidiana de las regiones mencionadas ha sido posible porque forman parte de un conjunto de representaciones colectivas que moldean la historia de las familias y las comunidades. Tales representaciones se transmiten, de generación en generación, oralmente y asimismo mediante imágenes de distinto tipo: pinturas producidas localmente, ilustraciones de libros o periódicos, pero también petroglifos, decoraciones públicas y domésticas, coreografías en danzas y dramaturgias en festivales. El símbolo de Ehécatl, el dios nahua del viento, plasmado en un petroglifo en la sierra de Manantlán, se asocia a la tradición local que identifica a los lugareños como un grupo mexica y legitima la defensa de su territorio. En las antiguas comunidades caxcanes de la periferia de Guadalajara, la Danza de los Tastoanes escenifica la derrota del apóstol Santiago y su transformación en una fuerza benéfica; esta escenificación reinterpreta la historia oficial, refuerza la identidad comunitaria y apoya la lucha por la tierra.

En el panteón prehispánico del mundo nahua, estos personajes eran conocidos con el nombre genérico de tlaloques, compañeros del dios Tláloc, o con los nombres más específicos de ahuaques o chaneques. Foto: RAM

La narrativa de las imágenes ha sido, y es, un elemento distintivo del mundo mesoamericano. En el libro de Diana Magaloni y en sus abundantes y magníficas ilustraciones se nos recuerda que la civilización nahua que encontraron los conquistadores españoles no carecía de escritura, aunque no tuviera un alfabeto propiamente dicho. La inmensa labor de fray Bernardino de Sahagún consistió en recuperar, hasta donde le fue posible, la compleja cosmovisión que se transmitía mediante imágenes asociadas a discursos memorizados y, a veces, cantados. Lo hizo entrevistando a varios tlamatinime, o sea, los ancianos sabios, los filósofos e historiadores de ese mundo, a lo largo de más de dos décadas. Y pudo hacerlo exitosamente porque fue ayudado por un grupo de jóvenes pertenecientes a la nobleza mexica, acolhúa y tlaxcalteca, alumnos del Colegio de Santa Cruz de Tlaltelolco, quienes asumieron el papel de tlahcuiloque, o pintores y escribas. Ellos pintaban las imágenes que expresaban la historia, los mitos y las categorías cognitivas y morales, y también describían las instituciones y prácticas sociales, económicas, políticas y religiosas del mundo nahua. A la vez, los tlahcuiloque traducían en un texto, en lengua náhuatl pero con alfabeto latino, lo que decían y significaban las pinturas. Se reunió así un riquísimo corpus que hoy podemos encontrar reunido (en parte) en los Códices Matritenses; luego, a partir de su procesamiento y estructuración, los asistentes de Sahagún elaboraron el Códice Florentino, integrado por doce libros, con imágenes y textos tantos nahuas y castellanos, y finalmente el fraile redactó en castellano la síntesis final, que tituló Historia General de las Cosas de Nueva España, también dividido en doce libros. Así, la maravillosa herencia que ha llegado hasta nosotros consta de tres conjuntos de textos e imágenes interactuantes. Como lo reitera la doctora Magaloni, se han realizado numerosos estudios sobre las partes escritas de la obra de Sahagún –aunque no se ha publicado una traducción completa de los textos nahuas–, pero queda mucho por explorar en las pinturas. Y ella ha emprendido la tarea de investigarlas exhaustivamente.

Se nos comunica la concepción del tiempo cíclico en que se ubican los mitos de la creación del mundo y del género humano. Foto: RAM

La investigación de que es fruto el libro Albores de la Conquista parte de dos interesantísimas y exigentísimas premisas. La primera es que las imágenes de los corpora sahagunianos no pueden ser interpretadas sin el conocimiento de otros códices producidos por otros tlahcuiloque y de las historias y crónicas escritas por misioneros, funcionarios, estudiosos españoles e intelectuales indígenas y mestizos. La segunda premisa es que las pinturas del Códice Florentino fueron elaboradas por jóvenes intelectuales que no sólo conocían bien el mundo nahua al que pertenecían, sino que ya pertenecían también al mundo cristiano, occidental, mediterráneo; habían recibido en el colegio franciscano una educación esmerada en las lenguas castellana y latina, y también en filosofía y teología; por tanto, sus pinturas reflejan una combinación de ambas cosmovisiones. Es decir, estas pinturas, al igual que los murales y decoraciones de las iglesias en las que intervinieron artistas indígenas, deben considerarse como ejemplares de una nueva plástica, un nuevo discurso visual (lo que ha sido llamado arte indo-americano o tequitqui). Bajo estas premisas, la autora emprendió el estudio de las imágenes del Libro XII del Códice Florentino, en el que se narra la historia de la conquista de México-Tenochtitlán, desde el punto de vista de los nahuas. Pero antes, en el primer tercio del libro, se nos presentan, con gran erudición y agudeza, los elementos de la cosmovisión nahua que contextualiza esa historia. En concreto, se nos comunica la concepción del tiempo cíclico en que se ubican los mitos de la creación del mundo y del género humano, pues la tesis de la autora es que, para los tlahcuiloque de Sahagún, la caída de Tenochtitlán representa el final catastrófico del último ciclo, correspondiente al quinto sol, pero también el comienzo de una nueva era en que culminarían tanto los augurios mesoamericanos como los cristianos (por ejemplo, los de Joaquín de Fiore). El frontispicio del Libro XII muestra los ocho aterradores acontecimientos que fueron vistos por los sabios nahuas y por el propio emperador Moctezuma como presagios de la destrucción de Tenochtitlán. En la original interpretación de Diana Magaloni, estos presagios articulan la narración de la Conquista y corresponden a las ocho divisiones del tiempo cósmico nahua, visibles en la llamada Piedra del Sol, en el frontispicio del Códice Fejérváry-Mayer y en varios códices más. Y, en las pinturas por las que discurre la narración, la autora va desentrañando las alusiones a elementos análogos en los mitos mesoamericanos, pero también en las visiones cristianas sobre el mensaje del ángel del Apocalipsis, el papel de la Providencia divina en la historia, los misterios de la Encarnación y la Pasión de Cristo y la inevitabilidad de su segunda venida. Y el lector puede entender y disfrutar los argumentos gracias a las 87 ilustraciones y docenas de viñetas, reproducidas con el cuidado que caracteriza a las ediciones de Artes de México.

Concluyo. Me es imposible resumir en unos cuantos párrafos la riqueza y profundidad de Albores de la Conquista. Pero quiero coincidir con quienes afirman que los dos autores cumbres en la literatura del Renacimiento mediterráneo son Miguel de Cervantes y Bernardino de Sahagún. Ambos escriben desde las márgenes de su propia civilización, cuando ésta se encuentra y dialoga con cosmovisiones que la enriquecen y la confrontan. Y de este diálogo, que se continúa en el México actual, nos ha regalado un espléndido análisis Diana Magaloni.

Albores de la Conquista, de Diana Magaloni, está disponible aquí. 

Una publicación de Artes de México para SinEmbargo.

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